domingo, 1 de junio de 2008

Ella.
Cabello largo. Gigantescas ondas serpenteando por su cuello, generando leves ríos de marrón oscuro, marrón madera. A veces, cuando las preguntas la incomodan, los rejunta, los torsiona sobre un eje imaginario, le da una forma de espiral cerca de su nuca y los deja caer nuevamente, en ése gesto que inconscientemente lleva siglos de seducción a una cascada filamentosa.
No lleva maquillaje. Entre su piel y la otra, sólo aire.
Sus narinas se ensanchan, dos de sus pequeños dientes muerden algo de labio. Mira en la mesa una frase escrita sobre una servilleta y responde algo que no es verdad, no del todo, pero ahora ella no quiere ser sincera. Quiere ser intensa, e interesante, e inteligente y que él la bese.
Levanta los ojos y sonríe.

Él.
Se ha estudiado que la belleza se basa en parámetros de simetría: cuanto más equidistantes son los rostros, más agradables resultan a la percepción visual. Ella no sabe cuanto mide su boca, ni su equilibrio axial, pero intenta no mirarla. Porque es hermosa. Y teme ser obvia, caer primero.
Se ríe cuando ella habla, y su piel se llena de pliegues.
Su piel suave.
Piel.
Ojo y ojo se encuentran, cuatro pupilas. Iris celeste. Iris marrón. Doscientas treinta y seis pestañas en dos hileras congruentes, por cuatro. Ella pestañea tres veces seguidas, en un tic femenino heredado de aquellas mujeres de su familia que arrojaron sus cenizas al agua. Él se recluye en un espejo ajeno y palpitante.

Hay gente que cree que los primeros besos se dan con la boca, pero es fascinante verlos equivocarse por primera vez.

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