sábado, 31 de mayo de 2008

Aprender a separarse


Les encantaba lo implícito, lo que suponían del otro a través de signos tan inocuos como preparar un mate, o leer en voz alta. No hacían preguntas incómodas, no dudaban, no analizaban los contenidos de las oraciones, ni metían a otras personas en la cama.
Un día ninguno de ellos quiso ser de alguien, y ya estaba llegando el tiempo de identificar límites y propiedades; la agrimensura del espacio del otro se venía encima y no creyeron conveniente apresurarse, ni seguir perdiendo tiempo. Entonces se fueron, retiraron estandartes.
No tenían fotos en común, lo cual era una suerte: ya sabemos que tan difícil es borrar una cara que ya no es de un recuerdo de papel. No hubo llanto, no hubo gritos, no hubo escándalos amarillistas. No hubo.
Se despertaron al otro día y era como si no hubiera pasado, habían logrado la quimera de conservar su individualidad en una relación madura y responsable. Los psicoanalistas del neomilenio se felicitaban dándose la mano (ser uno mismo!); tanto éxito habían tenido, que habían terminado tragándoselos

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