viernes, 1 de mayo de 2009

Era otoño, pero el clima parecía haberse estancado en un verano que perduraba a pesar del calendario, de los marzos y los abriles sucedáneos.

Era otoño. Pero no parecía otoño el día que conocí al segundo Ulises.

Siempre me pregunté, cuando recordaba ese momento, cuál de los dos había llegado primero, si él o las hojas secas. Y luego de mucho lirismo y muchas reevocaciones, supongo que llegaron en estéreo, y en estéreo fueron cayendo todo lo que quedaba de abril y de mayo del 98.
1998 fue un año epicrítico para todos, aunque nosotros éramos jóvenes y nos quedaba muy corta la capacidad de análisis, pero comenzaba el desbarranco de la vida pseudoprimermundista del primer gobierno de Menem, y nos sentíamos a mitad de camino entre la necesidad de seguir consumiéndolo todo como langostas, y detenernos a lamernos el vacío que nos dejaba tanto made in taiwan, tanta remera de los L.A. Lakers.
El primer Ulises usaba un saco negro de paño que lo hacía parecerse a algún personaje Charles Dickens, llegándole a los tobillos, algo holgado y descubriendo una cabeza rapada al ras, con un gorro, también negro. Yo siempre pensé que tenía ojos que hacían juego.

El segundo, el del otoño cálido, vestía camisas claras y tenía los ojos celestes. No recuerdo la voz del primer Ulises, si sonaba igual a la de éste, el de tres años después; así que podríamos suponer que era la misma, que eso no había cambiado.
El resto sí. Éste no era el personaje lleno de niebla y escapado de Londres que me gustaba seguir tres cuadras detrás hasta que se tomaba el micro, y que dejaba al doblar las dos cuadras a la derecha que me separaban de mi departamento.
Éste era un hombre seguro. Con una voz que no temblaba, aunque yo sabía que jugaba a seducir a una mujer que le costaba subestimar.

Nos encontramos en la calle, bajo la primer lluvia de hojas que nos cayó encima. Teníamos los ojos del mismo color, y acabábamos de darnos cuenta: él no me recordaba y yo sólo ví al primer Ulises un par de veces. Y era encontrarnos por primera vez, pero ya no éramos los dos apelmazados sacos de miedos de tres años atrás, pero como con las seguridades vienen las nuevas responsabilidades… Él ostentaba novia, y yo necesitaba trabajo.
¿Qué hubiera pasado si no? ¿Qué hubiera sido de nosotros tomando café en esa misma guardia, yendo al cine, comiendo comida árabe, hablando de política y escuchando a Astor Piazzolla?
No sé. No supimos.
Se nos limitó al asombro mutuo ese instante, a un par de respiraciones más profundas entre la lectura de historias clínicas y las entrevistas con los pacientes. Dos estatuas de mármol con nombre griego, académicamente autosatisfechas, que se guiñaban un ojo de vez en cuando.
Yo tuve brevemente la certeza que miraba el pañuelo azul de mi cuello preguntándose que habría detrás, y él supo que yo insinuaba que estaba hecho para sacarse.
Cuándo nos despedimos, en términos formales de camaradería típica entre colegas, los dos sonreímos, nos sentimos cómplices y nos agradecimos sin decirlo, lo mucho que necesitábamos que nos miraran el cuello, preguntándose qué sabor escondía.

1 comentario:

Maloperobueno dijo...

Uff, y yo con el Ulises de Joyce, que no lo puedo terminarrrrrrrrrr,,,,,,,,
Todos los Ulises seran tan complicados?